martes, abril 14, 2020

Cuento La guardia de honor

La guardia de honor


Azarel Septuagésimo, lugarteniente del Arcángel Miguel, comandante de la primera cohorte de la legión celestial I, cumplo en informar de la misión que nos fue encomendada: Hacer la guardia de honor del cuerpo de Cristo y protegerlo de cualquier enemigo mortal o inmortal.

En efecto, tras haber recibido la orden personalmente de mi superior, he procedido a instruir a mi manipulo, compuesto por 180 ángeles veteranos de 1000 guerras celestiales y terrenales a hacer la guardia de honor.

He elegido a este grupo de ángeles, a quienes conozco personalmente para esta delicada misión, por cuanto hemos combatido juntos desde hace miles de años, a las huestes de Lucifer primero, y luego hemos acompañado a cada héroe hebreo bendecido por Dios. Particularmente destacada fue nuestra campaña junto a los macabeos, donde recibimos particulares elogios de la corte celestial por nuestro arrojo y el trabajo conjunto con estos santos guerreros.

Habíamos recibido una señal: La última lesión que soportaría el cuerpo de Cristo sería el lanzazo del centurión Longinos en su costado. Manaría agua y sangre en tal cantidad que lo mojaría completo y éste recuperaría la vista de un ojo que tenía una avanzada opacidad del cristalino. Pues así fue. El centurión estaba sorprendido, molesto incluso que el plasma de la sangre de un condenado lo bañase, pero al ver y digo ver como no lo hacía desde niño, todo lo que estaba pasando, como tembló la tierra y se oscureció el día, se convirtió declarándolo públicamente. Sus propios soldados lo miraban sorprendidos.

La legión de ángeles que lo había acompañado hasta allí, procedió a retirarse con tristeza y su jefe, mi querido amigo Abdiel, el primero, nos entregó el mando. 

Sabíamos desde el principio de los tiempos que esta hora llegaría. Dios nos lo había comunicado. Esta fue la casus belli con la que inició la guerra celestial, ya que Lucifer y un tercio de los ángeles no podían aceptar ello, que el Padre mandase a su propio Hijo a morir cual cordero para salvar el mundo. Eso fue inaceptable para ellos y conspiraron contra Dios. Dudaron de su amor y tuvieron envidia. Su enorme soberbia hizo el resto. 

Yo los vi exultantes cuando Cristo murió. Estaban seguros que habían vencido y que los planes de Dios para la humanidad llegaban hasta allí. No escucharon o no quisieron escuchar lo que decía Jesús, una y otra vez: Si el trigo no muere no da fruto. Pensaban que Dios actuaría de una manera espectacular, como en el Mar rojo y que pondría una sorpresa de último minuto, por eso su alegría. Pero también fui testigo del semblante que pusieron al darse cuenta que el Padre no cambiaría sus planes. Estaban perplejos y se preguntaban que vendría ahora.

Nosotros, en cambio, somos soldados. Se nos ordenó cuidar el sagrado cuerpo de Cristo y más allá de nuestro dolor, nada nos distraería de nuestra misión. 

La primera medida fue formar una guardia alrededor de quienes bajaron su cuerpo de la cruz. Nadie, nadie más podría acercarse. 

Una avanzada, por otra parte, quedó de punto fijo al interior del sepulcro, al mando de Uriel XXXIV

El pequeño grupo de seguidores y su madre amortajaron su cuerpo. Los apesadumbraba no solo la brutal muerte de nuestro Señor, sino también no haber podido hacer todos los rituales de sepultación.

Finalmente lo depositaron en el frío sepulcro y pusieron entre varios la piedra de cierre. Al poco rato llegó una guardia de soldados romanos quienes pusieron sellos para evitar cualquier intervención. Ello fue solicitado por el Sumo sacerdote al mismo Pilatos.

La guardia de muy mala gana cumplía este deber. ¡Para las tonteras que nos tienen!- proferian varios.

Encendieron un fuego y hacían bromas, y juegos de dados para pasar el rato.

Nosotros en cambio, montamos una primera guardia compuesta por 8 ángeles con espadas de fuego en torno a los sagrados restos, otros 20 de infantería pesada resguardaban la piedra. El resto formaban una esfera de protección alrededor del santo sepulcro, en la tierra, en el aire y debajo de la tierra. No hubo demonio, ni ser humano, o animal que osase atravesar ese cierre perimetral. Los soldados cada cierto tiempo deslizaban entre sus bromas un chiste sobre los dioses que resguardarían el cuerpo de un dios muerto. No se equivocaban allí estábamos.

Se preciaban de hombres recios. Si bien eran supersticiosos, no los asustaba cualquier cosa. O más bien decían no temer nada. 

Por ello mismo no pudimos dejar de sonreír, cuando al amanecer del domingo emergió del interior del sepulcro una fuerte luz azulosa, proveniente del cuerpo de Jesús y una energía vital que hizo incluso que la piedra se moviese una buena distancia y se cortasen las cuerdas y los sellos. Ellos sintieron un fuerte ruido.

Arrancaron despavoridos dejando todas sus pertenencias botadas. El oficial a cargo, tras unos breves segundos se dio cuenta de aquello y volvió por sus armas. Pero no se atrevió a mirar dentro del sepulcro desde donde ahora podían sentirse fragancias exquisitas. Simplemente tomó las armas y huyó despavorido. Supongo que el haberle permitido verme unos segundos sobre la piedra ayudó a ello. 

Nosotros ya habíamos cumplido nuestro deber. El Señor había resucitado. Su cuerpo glorioso ya no podía ser dañado por nadie. La muerte había sido vencida. Nos podíamos retirar tranquilos.

Pero aún me quedaba algo. Como ya había terminado el Sabbat , se acercaban las mujeres a cumplir con los ritos fúnebres que habían quedado pendientes. Les inquietaba quien les movería la piedra, ya que desconocían que pesaba una prohibición de moverla. 

Pese a su sorpresa entraron al sepulcro y me vieron. Le pregunte a María Magdalena, - ¿por qué lloras? Ella me respondió: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto. Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como él se lo había dicho. 

Al salir lo pudieron ver ellas mismas y Él les confirmó que ya no estaba entre los muertos. 


Las mujeres corrieron con una alegría incomensurable a dar la noticia al resto de los discípulos. Sus corazones no cabían de felicidad. Nos alegramos con ellas sabiendo cuanto habían sufrido antes.

La misión había concluido. Ya podíamos marcharnos.




Azarel Septuagésimo

1 comentario:

Unknown dijo...

Me gustó, muy interesante.!!