La guardia de honor
Azarel Septuagésimo,
lugarteniente del Arcángel Miguel, comandante de la primera cohorte de la legión celestial I, cumplo en informar de la misión que nos fue
encomendada: Hacer la guardia de honor del cuerpo de Cristo y protegerlo de
cualquier enemigo mortal o inmortal.
En efecto, tras haber recibido
la orden personalmente de mi superior, he procedido a instruir a mi manipulo,
compuesto por 180 ángeles veteranos de 1000 guerras celestiales y terrenales a
hacer la guardia de honor.
He elegido a este grupo de
ángeles, a quienes conozco personalmente para esta delicada misión, por cuanto
hemos combatido juntos desde hace miles de años, a las huestes de Lucifer
primero, y luego hemos acompañado a cada héroe hebreo bendecido por Dios.
Particularmente destacada fue nuestra campaña junto a los macabeos, donde
recibimos particulares elogios de la corte celestial por nuestro arrojo y el
trabajo conjunto con estos santos guerreros.
Habíamos recibido una señal: La
última lesión que soportaría el cuerpo de Cristo sería el lanzazo del centurión
Longinos en su costado. Manaría agua y sangre en tal cantidad que lo mojaría
completo y éste recuperaría la vista de un ojo que tenía una avanzada opacidad
del cristalino. Pues así fue. El centurión estaba sorprendido, molesto incluso
que el plasma de la sangre de un condenado lo bañase, pero al ver y digo ver
como no lo hacía desde niño, todo lo que estaba pasando, como tembló la tierra
y se oscureció el día, se convirtió declarándolo públicamente. Sus propios
soldados lo miraban sorprendidos.
La legión de ángeles que lo
había acompañado hasta allí, procedió a retirarse con tristeza y su jefe, mi
querido amigo Abdiel, el primero, nos entregó el mando.
Sabíamos desde el principio de
los tiempos que esta hora llegaría. Dios nos lo había comunicado. Esta fue
la casus belli con la que inició la guerra celestial, ya que Lucifer
y un tercio de los ángeles no podían aceptar ello, que el Padre mandase a su propio Hijo a morir cual cordero para salvar el mundo. Eso fue inaceptable para ellos
y conspiraron contra Dios. Dudaron de su amor y tuvieron envidia. Su enorme
soberbia hizo el resto.
Yo los vi exultantes cuando
Cristo murió. Estaban seguros que habían vencido y que los planes de Dios para
la humanidad llegaban hasta allí. No escucharon o no quisieron escuchar lo que
decía Jesús, una y otra vez: Si el trigo no muere no da fruto. Pensaban que
Dios actuaría de una manera espectacular, como en el Mar rojo y que pondría una
sorpresa de último minuto, por eso su alegría. Pero también fui testigo
del semblante que pusieron al darse cuenta que el Padre no cambiaría sus planes.
Estaban perplejos y se preguntaban que vendría ahora.
Nosotros, en cambio, somos
soldados. Se nos ordenó cuidar el sagrado cuerpo de Cristo y más allá de
nuestro dolor, nada nos distraería de nuestra misión.
La primera medida fue formar
una guardia alrededor de quienes bajaron su cuerpo de la cruz. Nadie, nadie más
podría acercarse.
Una avanzada, por otra parte,
quedó de punto fijo al interior del sepulcro, al mando de Uriel XXXIV
El pequeño grupo de seguidores
y su madre amortajaron su cuerpo. Los apesadumbraba no solo la brutal muerte de
nuestro Señor, sino también no haber podido hacer todos los rituales de
sepultación.
Finalmente lo depositaron en el
frío sepulcro y pusieron entre varios la piedra de cierre. Al poco rato llegó
una guardia de soldados romanos quienes pusieron sellos para evitar cualquier
intervención. Ello fue solicitado por el Sumo sacerdote al mismo Pilatos.
La guardia de muy mala gana
cumplía este deber. ¡Para las tonteras que nos tienen!- proferian varios.
Encendieron un fuego y hacían
bromas, y juegos de dados para pasar el rato.
Nosotros en cambio, montamos
una primera guardia compuesta por 8 ángeles con espadas de fuego en torno a los
sagrados restos, otros 20 de infantería pesada resguardaban la piedra. El resto
formaban una esfera de protección alrededor del santo sepulcro, en la tierra, en el aire y debajo de la tierra. No hubo demonio, ni ser humano,
o animal que osase atravesar ese cierre perimetral. Los soldados cada cierto
tiempo deslizaban entre sus bromas un chiste sobre los dioses que resguardarían
el cuerpo de un dios muerto. No se equivocaban allí estábamos.
Se preciaban de hombres recios.
Si bien eran supersticiosos, no los asustaba cualquier cosa. O más bien decían
no temer nada.
Por ello mismo no pudimos dejar
de sonreír, cuando al amanecer del domingo emergió del interior del sepulcro una fuerte luz azulosa, proveniente del cuerpo
de Jesús y una energía vital que hizo incluso que la piedra se moviese una
buena distancia y se cortasen las cuerdas y los sellos. Ellos sintieron un
fuerte ruido.
Arrancaron despavoridos dejando
todas sus pertenencias botadas. El oficial a cargo, tras unos breves segundos
se dio cuenta de aquello y volvió por sus armas. Pero no se atrevió a mirar
dentro del sepulcro desde donde ahora podían sentirse fragancias exquisitas.
Simplemente tomó las armas y huyó despavorido. Supongo que el haberle permitido
verme unos segundos sobre la piedra ayudó a ello.
Nosotros ya habíamos cumplido
nuestro deber. El Señor había resucitado. Su cuerpo glorioso ya no podía ser
dañado por nadie. La muerte había sido vencida. Nos podíamos retirar
tranquilos.
Pero aún me quedaba algo. Como
ya había terminado el Sabbat , se acercaban las mujeres a cumplir con los ritos fúnebres que
habían quedado pendientes. Les inquietaba quien les movería la piedra, ya que
desconocían que pesaba una prohibición de moverla.
Pese a su sorpresa entraron al
sepulcro y me vieron. Le pregunte a María Magdalena, - ¿por qué lloras? Ella me
respondió: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. No
teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no
está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto. Vayan ahora a decir a
sus discípulos y a Pedro que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán,
como él se lo había dicho.
Al salir lo pudieron ver ellas mismas y Él les confirmó que ya no estaba entre los muertos.
Al salir lo pudieron ver ellas mismas y Él les confirmó que ya no estaba entre los muertos.
Las mujeres corrieron con una alegría incomensurable a dar la
noticia al resto de los discípulos. Sus corazones no cabían de felicidad. Nos alegramos con ellas sabiendo cuanto habían sufrido antes.
La misión había concluido. Ya podíamos marcharnos.
La misión había concluido. Ya podíamos marcharnos.
Azarel Septuagésimo
1 comentario:
Me gustó, muy interesante.!!
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