viernes, julio 20, 2018

Cuento El ángel caído


El ángel caído


Ocurrió justo a la semana que el Padre Marcelo, nuestro párroco, partió con un grupo de seguidores a hacer la revolución, que había iniciado unas semanas antes en nuestro país.

Comprenderán que hice todo lo posible para hacerlo cambiar de opinión pero el buen padre creía que debía involucrarse a apoyar el movimiento revolucionario. No bastaban sus encendidas homilías en que nos convocaba a tener un compromiso mayor ante las injusticias sociales en nuestra patria.  Era preciso hacer algo más y decidió partir.

Pero el religioso y el puñado de seguidores que lo acompañaron en la lancha no llegaron a reunirse con sus eventuales compañeros de causa. Su navío se hundió al cruzar el canal que separa nuestra isla del resto de Chiloé. Trato de creer que así al menos no manchó sus manos con la sangre de otros, aunque tengo sentimientos encontrados respecto a los jóvenes a los que impulsó a una aventura mortal.

Se despidió de mí con un abrazo y me pidió cuidar a nuestra gente en mi calidad de fiscal. Ello implicaría hacer las liturgias los domingos y velar por los diversos grupos de nuestra comunidad. Le regalé mi rosario, el tomó su Biblia y otro libro y enfiló a su destino.

Pero volvamos a lo que pasó, tras el hundimiento de la lancha. Nunca apareció el cuerpo del Padre Marcelo, sólo de sus acompañantes.  A los 6 días recién pudimos enterrarlos, en medio del dolor de todos los familiares y amigos. Comprenderán la rabia que muchos sentían contra los revolucionarios especialmente en contra del finado cura.

Fue al día siguiente que Daniel, el protagonista de nuestra historia cayó en nuestras vidas. ¿Cayó? Así tal cual. Fue como a las 6 de la mañana cuando la mayoría nos dirigimos a nuestras labores habituales que se precipitó en el patio de la parroquia, ubicada al frente de mi casa. Quedamos anonadados al correr para ver qué extraño fenómeno había ocurrido, y encontrarnos con él sacudiéndose sin evidencias de haber tenido algún daño importante. Era alto y muy encachado, muy blanco y con su pelo claro. Hasta ahí parecía un turista europeo en pelotas. Pero al darse vuelta y mostrar un pequeño par de alas notamos que esto superaba todo lo que habíamos visto alguna vez en la vida. Al mirarlo detenidamente se evidenciaban un par de bultos en la frente que supusimos serían hematomas por la caída. Jamás nos imaginamos que sería un ángel caído como nos reveló al decirnos su nombre, Daniel, y narrarnos su historia.

Era efectivamente un ángel caído que había participado en la revolución celestial. Y nos describió como hace cientos de millones de años Dios les mostró lo que haría por nosotros, la humanidad. Perder la exclusividad del amor de Dios los hizo conspirar y creer torpemente que revelarse ante Él lo haría cambiar de opinión. Nos lo contaba con tristeza, y con la claridad de quien vivió estos hechos la semana pasada.

Nos sentíamos confusos. Cómo era posible que este amable joven hubiese sido parte de las huestes rebeldes al trono de Dios. Pero cómo dudar de lo que nos decía un personaje que había caído del cielo cual un meteorito provocando un cráter de unos tres metros de extensión, y un metro y medio de profundidad. 

Cuando llamamos al arzobispado de Puerto Montt no querían creernos. Pero aún así nombraron a un sacerdote con especialidad en demonología para investigar e informar.  Quedó comprometido a ir en cuanto pasara el mal tiempo que había hundido la lancha de nuestro párroco.

Daniel era curioso y todo era una novedad para él, pero las imágenes religiosas o nuestras prácticas religiosas le causaban mucha pena. Todos coincidimos en tapar las imágenes y hacer más discretas nuestras oraciones para no ofenderlo.

Nos desconcertaba su apariencia con la que supuestamente asimilábamos a un esbirro de Satanás: una figura horrible, de apariencia deforme y con cola puntiaguda. Nos contó que tras la rebelión su apariencia espiritual era similar a esa imagen. Hablar de apariencia espiritual era rarísimo pero él lo contaba como lo más natural del mundo. También nos relató como estuvo presente cuando la serpiente tentó a Eva, lo que le hizo creer que Dios se arrepentiría de su obra.

Fue él quien le susurró a David que tomase a Betsabé, la mujer de Urías el hitita. Lo hizo porque no soportaba el amor que Dios le dispensaba al rey israelita.

Estábamos extasiados escuchándolo mientras nos tomábamos un mate en la noche. Ya que durante el día prefería observarnos y ayudarnos con las labores del campo. La señora Manuela, la encargada del grupo de canto a lo divino le regaló ropa de su hijo que había acompañado a nuestro desaparecido sacerdote. Claro que hubo que hacerle a las camisas una perforación para que sus pequeñas alas pudiesen pasar a través de ellas.

Regresemos a sus relatos nocturnos. Conoció a muchos personajes bíblicos y en cada caso su modus operandi era similar. Susurrar al oído de un hombre de bien para llevarlo lejos de Dios.

- ¿Y conociste a Jesús en la tierra?, le preguntamos. - Sí, por supuesto. Yo era uno de los 7 demonios que poseían a María Magdalena. Ella estaba destinada a tener un rol clave en la naciente Iglesia y mi rol era evitar su conversión, y si ello no era posible lograr su muerte para avergonzar a Jesús.  No me fue bien - dijo- y sonrió.

También estuvo presente ante la Cruz con una multitud de demonios. Muchos de ellos expulsados por Nuestro Señor. Celebraron con gran algarabía su muerte en aquel cadalso porque significaba la derrota de Dios. Pero en una fracción de segundos la exultación dio paso a una horrible sensación. El Padre había sacrificado a su propio hijo. Ya no había vuelta atrás para ellos, aunque el Creador se hubiese equivocado. Fueron testigos como Dios lloró ante la muerte de su amado. Y se retiraron en silencio. Uno de ellos recordó que había dicho que resucitaría. Eso los confundió. Ya no entendían los planes de Dios. Y a ellos que son creaturas con una inteligencia superior los hacía sentir profundamente enojados, iracundos, más bien.

La  resurrección de Cristo y el nacimiento de la Iglesia fueron duros golpes para ellos. Allí creció en Daniel el germen de rebelarse a quienes habían sido sus compañeros de rebelión. En realidad a Satanás, quien ahora exigía para él el culto que hace mucho mucho tiempo atrás le dispensaron a Dios.

Tenía claro que eso lo ponía en una situación complicadísima.  Jamás sería perdonado por Dios y el antiguo Lucifer ya no confiaba en él.  Era un ex revolucionario devenido en un arrepentido de la causa que alguna vez abrazó. 

Aun así se le encomendó una última tarea, considerando su experiencia de tentador del Rey David, lograr que un joven fariseo destruyese a la pequeña comunidad de creyentes. Al principio con un excelente resultado. Pero tras la caída en Damasco de Saulo ya no pudo hacer mucho. Acompañó a quien ahora era Pablo, hasta su martirio pero lo hizo como un condenado, entendiendo que no había nada que hacer. Había sido derrotado. Ello fue lo que provocó su caída. Satanás ya no soportaba tenerlo entre sus huestes y con palabras irreproducibles lo expulsó de los suyos. Y eso hizo que cayese entre nosotros en un viaje que duró cerca de 1950 años. Periodo durante el cual ya no tentó a nadie, aunque pudo observar el desarrollo de la humanidad.

Le creímos. Lo sentimos honesto. Y era muy triste escucharlo.

No fue lo mismo que sentenció el Padre Javier Fernández, el experto que envió el arzobispado. Era un hombre pequeño, más rudo que nosotros. Parecía un veterano de mil guerras, más que un sacerdote que viene a acoger a un pecador arrepentido.

-Mentira- fue la primera palabra que formuló tras entrevistarse con él.  Para este experto era un mentiroso profesional. Un demonio sin duda, de los más habilidosos en el arte del engaño.

Nos retó por haberlo acogido como lo hicimos. Pero tampoco sabía que hacer con él. El exorcismo no parecía sensato ya que no se había posesionado de un cuerpo ajeno sino que por una extraña razón poseía un cuerpo al que estaba íntimamente unido. En algún momento pensó en voz alta que debía ser expulsado al mar. A lo que nos opusimos tenazmente.  El era nuestro huésped y no lo íbamos a dañar. Más aún cuando Daniel nos ayudaba en las labores del campo y sus consejos eran muy apreciados para nosotros.

El Obispo se molestó con nuestro pueblo y no quiso mandarnos un sacerdote de reemplazo mientras tuviésemos un demonio como invitado.

Nos sentimos tristes, tanto como nuestro amigo Daniel que no podía entrar a la Iglesia y que lloraba amargamente cuando rezábamos el rosario antes del mate de la noche.

Mientras tanto la producción de nuestros campos logró niveles récord, en buena medida gracias a sus consejos. Daniel era la mejor transferencia tecnológica que alguna vez pudimos tener. Nuestra salud era espectacular. Los enfermos crónicos disminuyeron todos sus síntomas negativos. Pero algo extraño ocurrió:  Desde su llegada nadie más falleció y ninguna mujer quedó embarazada. Fueron varios años hasta que entendimos que eso no era natural.

Algunos de los nuestros recordaban la opinión del sacerdote experto y hablaban incluso de sacrificarlo por el bien de la comunidad. El lo supo y me dijo que si eso era preciso para que todo volviese a la normalidad, él estaría dispuesto.

Yo no lo iba a permitir. El era uno de los nuestros.  Y no abandonaríamos a un hermano. Aunque éste hubiese sido en algún momento un demonio. Y lo decíamos en pasado porque ya no lo sentíamos como tal.

Pero aún estaba el problema de que hacer con él. Y tras una larga reflexión y una jornada de oración, decidimos bautizarlo. El arzobispado nos dijo que eso era un absurdo y que no se cumplían las condiciones para ser bautizado por un seglar, ya que no había peligro de muerte.  Pero era una decisión que íbamos a llevar a cabo aunque el mismo Daniel tuviese dudas de su efecto. Así que comenzamos su preparación y lo consideramos un catecúmeno. Yo no quise involucrarme en su preparación y preferí monitorear su avance, el cual estaba a cargo del mismo matrimonio de catequistas que lo acogió en su casa al fallecer uno de sus hijos en la aventura revolucionaria del padre Marcelo. Evidentemente no manifestó ningún inconveniente y su grado de conocimiento de las cosas sagradas era notable.

Cuando lo consideramos debidamente preparado y pese a no contar ni con sacerdote, ni el apoyo de nuestro Obispo, decidimos bautizarlo. Una opción era esperar hasta la liturgia de la pascua de resurrección del próximo año, esperar una fecha con mejor clima. o hacerlo en la Fiesta de nuestro patrono, San Pedro Nolasco, el 6 de mayo. Optamos por hacerlo en esta última fecha y encomendarlo a nuestro santo patrono, para que lo liberase de su destino. Estábamos conscientes de lo confrontacional de nuestra decisión pero estábamos dispuestos a pelear si era preciso por lo que estimábamos la liberación de nuestro amigo.

Lo siguiente era la organización  del bautismo. No íbamos a caber todos dentro del templo, así que optamos por hacerlo en el patio de la parroquia, en el mismo lugar a donde hace ya 10 años se había precipitado nuestro huésped, y  que lo convertimos en un hermoso jardín y un oratorio, gracias al buen gusto de Daniel, nuestro huésped. 

Todo el pueblo de la isla y muchos periodistas nos reunimos allí. Lo vestimos de blanco y su madrina fue la doctora del pueblo, una veterana de la revolución en la que intentó participar nuestro último párroco.

Yo inicié la ceremonia, siguiendo el rito de bautismo para adultos. Ya fue conmovedor verlo hacer la señal de la cruz. Le pregunté:  Daniel, ¿qué vienes a pedir a la Iglesia de Dios? Respondió con tranquilidad y seguridad, el Bautismo, señor fiscal. Luego proseguí, ¿has escuchado, pues, su palabra y deseas observar sus mandamientos? Dijo -sí, lo deseo. ¿Has participado en la oración y en la vida de comunión fraterna de la comunidad? - Sí, así ha sido, afirmó. Finalmente, ¿has hecho todo esto con la intención de llegar a ser cristiano? - Sí, lo he hecho, señaló. Y usted, su madrina,  ¿juzga, ante Dios, que Daniel es digno de ser admitido al sacramento del Bautismo?  Sí, lo juzgo digno, respondió con cariño. Luego me dirigí a todo el pueblo - ¿Están dispuestos a seguir ayudando con la palabra y el ejemplo a su ahijado de quienes han dado testimonio? Sí, estamos dispuestos, respondieron fuerte y a una voz.

Tras ello ingresamos a la nave del templo, una antigua construcción hecha de madera de coihue. Era la primera vez que ingresaba a él. Solo unos metros para que todos pudiesen participar, pero era un hecho histórico para nuestro amigo.

Mientras ingresábamos, le pregunté al oído, ¿no te vas a arrepentir? - Para nada, me dijo sin titubeos. ¿Y tus viejos amigos, están aquí?. - No, ya no. Sólo los nuevos - respondió. Y lo abrace con vigor.
Ya adentro, proseguí con la ceremonia con las moniciones y lecturas de rigor.  Luego, él de rodillas rezó el Yo pecador. Nos costó no llorar cuando lo concluyó diciendo:  “Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los Santos, y a ustedes, hermanos, que intercedan por mí ante Dios, nuestro Señor”. Luego, yo continué con el exorcismo, diciendo - Señor Dios todopoderoso, que enviaste a tu Hijo único para que el hombre, esclavo del pecado, alcance la libertad de tus hijos, humildemente te rogamos por este siervo tuyo, que ha experimentado los halagos de este mundo y las tentaciones del diablo y ahora reconoce en tu presencia sus pecados; por la pasión y resurrección de tu Hijo arráncalo del poder de las tinieblas y, fortalecido con la gracia de Cristo, guárdalo a lo largo del camino, de la vida- Todos ratificaron con un potente amén.

Como no teníamos óleo sagrado, proseguimos con la bendición del agua. Luego vino el momento de las renuncias. Siguiendo el rito, le pregunté  ¿renuncias al pecado, para vivir en la libertad de los hijos de Dios?  Dijo Sí, renuncio. Continué, ¿renunciáis a las seducciones del mal, para que no domine en ti el pecado? -Sí, renuncio, respondió. Y luego vino la pregunta central, que para cualquier ser humano era una pregunta hasta de rutina y respondida sin mucha convicción, tan profunda que me permití cambiar su texto oficial y le pregunte,  ¿renunciáis a Satanás, padre y príncipe del pecado, a quien conociste, serviste y adoraste? Daniel, con emoción apenas contenida me respondió: Sí, renuncio.
No hubo cómo hacer que guardarán silencio los vecinos y amigos reunidos. El aplauso fue entusiasta y cariñoso. Pero debíamos continuar, así que les pedí guardar silencio.

Seguimos con el credo, y luego iba a proceder al bautismo, propiamente tal, y se acercó a la Pila bautismal. Solo recuerdo cuando alcé el pocillo con agua bendita sobre su cabeza. Nadie recuerda que pasó después. Sólo sabemos que Daniel desapareció.  Nunca más lo volvimos a ver. No quedó ni un registro de lo que ocurrió pese a que habían muchas cámaras grabando.

¿Qué pensar de lo que ocurrió? ¿Qué sentir ante ello? No teníamos respuesta. Sólo podíamos reconocer que estábamos ante un misterio. Y solamente  cabía confiar en la misericordia de Dios, una misericordia que debía ser superior a todo lo que conocimos y creímos antes.

¿Y qué pasó con nuestro pueblo? Todo volvió a la normalidad. Sí así podemos llamarla.