Destino universal de los bienes y el bien común.
Uno de los más importantes principios de la Justicia Social según la ética cristiana y que se origina ya desde los primeros versículos de la Biblia, y que la Doctrina Social de la Iglesia ha destacado a partir de sus primeros documentos es el Destino Universal de los Bienes. Paradojalmente uno de los menos conocidos, y que está íntimamente ligado al Bien común.
El Catecismo católico, al respecto, señala “Al comienzo Dios
confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para
que tenga cuidado de ellos, los domine mediante su trabajo y se beneficie de
sus frutos (cf Gn 1,26–29). Los bienes de la creación están destinados a todo
el género humano. Sin embargo, la tierra está repartida entre los hombres para
dar seguridad a su vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia”
(Catecismo 2402). El Magisterio de la Iglesia, al respecto ha señalado desde
hace mucho tiempo sobre la propiedad, que, si bien, la apropiación de bienes es
legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar
a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que
están a su cargo (Cat. 2402), existe sobre ella una “hipoteca social” (Enc.
Sollicitudo rei sociales 42), es decir que, la tradición cristiana no acepta el
derecho a la propiedad privada como absoluto e intocable, al contrario siempre
ha expresado que la propiedad privada es “en su esencia, sólo un instrumento
para el respeto del principio del destino universal de los bienes, y por lo
tanto, en último análisis, un medio y no un fin” (Compendio DSI 177), y por
tanto sujeta a un fin social, cual es el bien común, vale decir, “el conjunto
de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada
uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”
(Comp. DSI 164).
Nadie puede afirmar como Caín: “No sé. ¿Soy yo acaso el
guarda de mi hermano?” (Gen. 4,9). Cada uno está llamado a “colaborar, según
las propias capacidades en su consecución y desarrollo” (Comp. DSI 167). Los
cristianos no podemos desentendernos de la participación en la política como un
medio inevitable de ejercer la caridad con el prójimo. “El criterio básico de
la participación de los cristianos en la vida política ha de ser siempre la
consecución del bien común, como bien de todos los hombres y de todo el
hombre”. (Simposio De Doctrina Social De La Iglesia en el 40º Aniversario de
Pacem in Terris, Conferencia episcopal española, 2003).
Sería fácil mirar para el lado o responder cínicamente como
Caín a la invitación a participar, a construir el bien común, pero de manera
alguna puede afirmarse que no estamos convocados a trabajar junto con otros
para construir una sociedad más justa.
El Padre Hurtado en una de sus más hermosas reflexiones
criticaba la pusilanimidad, de quien cree que no vale nada, o que su esfuerzo
no tiene ninguna relevancia. El mismo Jesús, que todo lo puede, ante las
multitudes hambrientas les dice a sus discípulos (que sólo tenían un par de
peces machucados y cinco panes duros) “denles de comer” (Mt. 14, 13-21),
haciéndolos responsables, pese a sus pobres recursos, del bienestar de otros, y
estos pocos panes y peces en sus manos alimentan a millares. Esa modesta
contribución deja satisfecho a una multitud.
¡Qué emoción nos ha producido ver a un joven deteniendo los
tanques en Tiananmen, a otro en Santiago o en Lima, resistiendo la injusticia como diciendo “yo puedo cambiar la historia”!
Decía el Padre Hurtado que, “uno es santo o burgués, según
comprenda o no esta visión de eternidad. El burgués es el instalado en este
mundo, para quien su vida sólo está aquí. Todo lo mira en función del placer”.
No tiene ninguna conciencia de lo que decía el personaje de la película El
gladiador, Máximo Décimo Meridio, “lo que hacemos en vida resuena en la
eternidad”
El destino nos interpela: ¿Estás dispuesto a vivir, como
pocos, con heroísmo y pararte delante del mal, ya sea un tanque o la opresión?,
y preguntarte, ¿qué haría Cristo en mi lugar?