jueves, septiembre 22, 2005

El Bien y el mal

El bien y el mal


Por Leopoldo Quezada



Dos palabras que explican el desarrollo de la sociedad. El hombre, muchas veces, se ve enfrentado con situaciones que hacen que deba tomar una decisión de juicio moral, y ésta es siempre difícil.”



Uno de los conceptos que se escucha en el lenguaje coloquial a propósito de los valores morales es que todo es relativo, e incluso no falta el ignorante que se fundamenta en la teoría de la relatividad de Einstein. Él, en cambio, era un hombre profundamente creyente en un Dios que se revela en la armonía de las cosas y que “no juega a los dados”. Afirmaba que su religión consistía “en una humilde admiración del ilimitado espíritu superior que se revela en los más pequeños detalles que podemos percibir con nuestra frágil y débil mente", por tanto se encontraba muy lejos de poner en duda lo absoluto de los valores morales y se horrorizó con la idea de que su teoría fuese confundida y usada en este sentido que algunos incultos todavía ocupan.
No faltan los que nos dicen que cada uno tiene su propia verdad y de esa forma pretenden acallar el debate respecto a lo absoluto. Pretenden mostrar una actitud “abierta, plural y moderna”, y lo que hacen- en realidad- no es sino afirmar un criterio que se plantea como absoluto y no discutible. Al decir que “la verdad es relativa”, se nos ofrece una “verdad” que nadie podía relativizar ni contradecir. El mismo ignorante no considera lo absurdo de su afirmación, pues si todo es relativo, entonces su misma afirmación sería relativa. Este juicio no es tan nuevo. Tiene sus raíces en el siglo V A.C., cuando Protágoras postulaba la siguiente tesis: “El hombre es la medida de todas las cosas...”, afirmación en que se funda tanto el relativismo intelectual en donde no son las cosas -la realidad- la que posee su propia “medida”, su propio ser; sino que es el hombre el que determina dicha medida y verdad, y el individualismo, expresión alejada de un humanismo integral: personalista y comunitaria.
Los individualistas –en efecto- han llegado a “exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal” (Veritatis splendor, Juan Pablo II).
Ante ello me parece escuchar, nuevamente a la serpiente engañando a nuestros primeros padres, poniéndolos en contra de Dios y su plan: “es que Dios sabe muy bien que… (ustedes) serán como dioses y conocerán el bien y el mal” (Génesis 3, 5). Torpe ilusión. Pues no es posible conocer lo que es bueno y malo, sino mirando a lo trascendente.



Efectivamente, existe una conciencia general que indica los primeros principios: Haz el bien y evita el mal. Todos los hombres coinciden en estos principios generales. Ésta procede del hecho de que todos los hombres han sido creados por Dios. Luego existe una conciencia práctica que desciende a juzgar la bondad o maldad de las acciones concretas, por ejemplo, no matar, no mentir, honrar a los padres, trabajar, ser sincero, etcétera. La voz de la conciencia resuena en su interior advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal, porque éste tarde o temprano le rebotará.
Estos principios han quedado expresados en el decálogo con que Moisés Bajo del Sinaí. Son los mismos con que responde Jesús al joven rico quien se le acerca preguntando que debe hacer para alcanzar la vida eterna (y de cierta forma: la verdad. Que él desconocía, pero que en una paradoja creía cumplir). Éste, probablemente se acerca con buena voluntad. Cree no ser un hombre malo, pues ha cumplido todos los mandamientos: no ha robado, no ha matado a nadie; y cree con ello haber cumplido, pero el desafío siguiente: “entonces vende todo lo que tienes y sígueme”, lo entristece y lo hace arrepentirse de su entusiasmo inicial. En efecto, no es capaz de abandonar lo que tiene, su comodidad, sus bienes, por algo más valioso. No es capaz de responder a la invitación que se le hace: “si quieres…”. Los mismos discípulos se dan cuentan de la dificultad y le plantean a Jesús “entonces ¿quien puede salvarse?” Allí se revela una vez más la bondad de Dios, afirmando que lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios.



Brota además de este evangelio otra enseñanza: Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien, tal como lo decía el padre Hurtado; o más aun, tal como afirmaba Diderot “No basta con hacer el bien: hay que hacerlo bien”.
Sin embargo, en la práctica no pocas veces se nos plantea un problema: ¿es esto bueno?, ¿es bueno que yo haga tal cosa? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere un estudio largo y arduo. De esta manera el hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina (Catecismo 1787). Para ello, el hombre debe esforzarse por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones.



Hemos hecho mención a la virtud. Esta es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige en acciones concretas. (Cat. 1803) El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.



Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama "cardinales"; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. "¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza" (Sb 8,7).
La prudencia, en particular, es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. "El hombre cauto medita sus pasos" (Prov 14,15). "Sed sensatos y sobrios para daros a la oración" (1 P 4,7). La prudencia es la "regla recta de la acción", escribe S. Tomás (s.th. 2–2, 47,2, siguiendo a Aristóteles). No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con el doblez o la disimulación. Conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar, o dicho de otro modo: que medios sirven para el logro del bien común.
El Compendio de Doctrina social de la Iglesia establece que “El fiel laico debe actuar según las exigencias dictadas por la prudencia: es la virtud que dispone para discernir en cada circunstancia el verdadero bien y elegir los medios adecuados para llevarlo a cabo. Gracias a ella se aplican correctamente los principios morales a los casos particulares. La prudencia se articula en tres momentos: clarifica la situación y la valora; inspira la decisión y da impulso a la acción. El primer momento se caracteriza por la reflexión y la consulta para estudiar la cuestión, pidiendo el consejo necesario; el segundo momento es el momento valorativo del análisis y del juicio de la realidad a la luz del proyecto de Dios; el tercer momento, el de la decisión, se basa en las fases precedentes, que hacen posible el discernimiento entre las acciones que se deben llevar a cabo (Comp. DSI 547). La prudencia capacita para tomar decisiones coherentes, con realismo y sentido de responsabilidad respecto a las consecuencias de las propias acciones. La visión, muy difundida, que identifica la prudencia con la astucia, el cálculo utilitarista, la desconfianza, o incluso con la timidez y la indecisión, está muy lejos de la recta concepción de esta virtud, propia de la razón práctica, que ayuda a decidir con sensatez y valentía las acciones a realizar, convirtiéndose en medida de las demás virtudes. La prudencia ratifica el bien como deber y muestra el modo en el que la persona se determina a cumplirlo. Es, en definitiva, una virtud que exige el ejercicio maduro del pensamiento y de la responsabilidad, con un conocimiento objetivo de la situación y una recta voluntad que guía la decisión.” (Comp. DSI 548).



De esta forma, se llama en especial a quienes han optado por la vocación política, “la cual es una expresión cualificada y exigente del empeño cristiano al servicio de los demás” (Comp. DSI 565), a “identificar, en las citaciones políticas concretas, las acciones realmente posibles para poner en práctica los principios y los valores morales propios de la vida social. Ello exige un método de discernimiento, personal y comunitario, articulado en torno a algunos puntos claves: el conocimiento de las situaciones, analizadas con la ayuda de las ciencias sociales y de instrumentos adecuado; la reflexión sistemática sobre la realidad, a la luz del mensaje inmutable del Evangelio y de la enseñanza social de la Iglesia; la individuación de las opciones orientadas a hacer evolucionar en sentido positivo la situación presente. De la profundidad de la escucha y de la interpretación de la realidad derivan las opciones operativas concretas y eficaces; a las que , sin embargo, no se les debe atribuir nunca un valor absoluto, porque ningún problema puede ser resuelto de modo definitivo: “la fe nunca ha pretendido enseñar los contenidos socio-políticos en un esquema rígido, conciente de que la dimensión histórica en la que el hombre vive, impone verificar la presencia de situaciones imperfectas y a menudos rápidamente mutables” (Comp. DSI 568).
No faltan quienes someten dicho discernimiento al ejercicio democrático “que lleva la verdad como un producto determinado por la mayoría y condicionado por los equilibrios políticos” (Comp. DSI 569), trastocando de esta forma la verdad.
Sin embargo, muchas veces el escepticismo o el pragmatismo parecieran alzarse victoriosos. Pareciera que tal como afirma Burke “Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada”. Frente a ello, se yergue la exhortación de san Pablo en la Carta a los Romanos: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rom. 12,21). El mal pasa por la libertad humana. Precisamente esta facultad, que distingue al hombre de los otros seres vivientes de la tierra, está siempre en el centro del drama del mal y lo acompaña. El mal tiene siempre un rostro y un nombre: el rostro y el nombre de los hombres y mujeres que libremente lo eligen. El mal, en definitiva, es un trágico huir de las exigencias del amor. El bien moral, por el contrario, nace del amor, se manifiesta como amor y se orienta al amor. Con la certeza de que el mal no prevalecerá, el cristiano cultiva una esperanza indómita que lo ayuda a promover la justicia y la paz. A pesar de los pecados personales y sociales que condicionan la actuación humana, la esperanza da siempre nuevo impulso al compromiso por la justicia y la paz, junto con una firme confianza en la posibilidad de construir un mundo mejor. Tal como lo afirmaba Juan Pablo II en el Mensaje del Papa para la Jornada Mundial de la Paz (2005) “Ningún hombre, ninguna mujer de buena voluntad puede eximirse del esfuerzo en la lucha para vencer al mal con el bien. Es una lucha que se combate eficazmente sólo con las armas del amor. Cuando el bien vence al mal, reina el amor y donde reina el amor reina la paz. Es la enseñanza del Evangelio, recordada por el Concilio Vaticano II: “La ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor”. Esto también es verdad en el ámbito social y político. A este respecto, el Papa León XIII escribió que quienes tienen el deber de proveer al bien de la paz en las relaciones entre los pueblos han de alimentar en sí mismos e infundir en los demás “la caridad, señora y reina de todas las virtudes”. Los cristianos han de ser testigos convencidos de esta verdad; han de saber mostrar con su vida que el amor es la única fuerza capaz de llevar a la perfección personal y social, el único dinamismo posible para hacer avanzar la historia hacia el bien y la paz”.
Finalmente, como afirma Juan Pablo II, en Veritatis Splendor: “Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. Por esto, “el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes—, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo”.

Leopoldo Quezada Ruz
Moderador
Grupo Doctrina Social de la iglesia
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